Textos de Interés

SONETO A TUS VISCERAS

Harto ya de alabar tu piel dorada
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz, profunda y renovada.

Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.

Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos...
yo soy un sapo negro con dos alas.

       Baldomero Fernández Moreno


CONSEJOS DE ESCULAPIO

               ¿Quieres ser médico, hijo mío?
 Aspiración es esta de un alma generosa, de un espíritu ávido de ciencia.
¿Has pensado bien en lo que ha de ser tu vida? Tendrás que renunciar a la vida privada; mientras la mayoría de los ciudadanos pueden, terminada su tarea, aislarse lejos de los inoportunos, tu puerta quedará siempre abierta a todos; a toda hora del día o de la noche vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás hora que dedicar a la familia, a la amistad o al estudio; ya no te pertenecerás.
Los pobres, acostumbrados a padecer, no te llamarán sino en casos de urgencia; pero los ricos te tratarán como esclavo encargado de remediar sus excesos; sea porque tengan una indigestión, sea porque estén acatarrados; harán que te despierten a toda prisa tan pronto como sientan la menor inquietud, pues estiman en muchísimo su persona. Habrás de mostrar interés por los detalles más vulgares de su existencia, decidir si han de comer ternera o cordero, si han de andar de tal o cual modo cuando se pasean. No podrás ir al teatro, ausentarte de la ciudad, ni estar enfermo; tendrás que estar siempre listo para acudir tan pronto como te llame tu amo.
Eras severo en la elección de tus amigos; buscabas a la sociedad de los hombres de talento, de artistas, de almas delicadas; en adelante, no podrás desechar a los fastidiosos, a los escasos de inteligencia, a los despreciables. El malhechor tendrá tanto derecho a tu asistencia como el hombre honrado; prolongarás vidas nefastas, y el secreto de tu profesión te prohibirá impedir crímenes de los que serás testigo.
Tienes fe en tu trabajo para conquistarte una reputación; ten presente que te juzgarán, no por tu ciencia, sino por las casualidades del destino, por el corte de tu capa, por la apariencia de tu casa, por el número de tus criados, por la atención que dediques a las charlas y a los gustos de tu clientela. Los habrá que desconfiarán de ti si no gastas barbas, otros si vienes de Asia; otros si crees en los dioses; otros, si no crees en ellos.
Te gusta la sencillez; habrás de adoptar la actitud de un augur. Eres activo, sabes lo que vale el tiempo, no habrás de manifestar fastidio ni impaciencia; tendrás que soportar relatos que arranquen del principio de los tiempos para explicarte un cólico; ociosos te consultarán por el solo placer de charlar. Serás el vertedero de sus disgustos, de sus nimias vanidades.
Sientes pasión por la verdad; ya no podrás decirla. Tendrás que ocultar a algunos la gravedad de su mal; a otros su insignificancia, pues les molestaría. Habrás de ocultar secretos que posees, consentir en parecer burlado, ignorante, cómplice.
Aunque la medicina es una ciencia oscura, a quien los esfuerzos de sus fieles van iluminando de siglo en siglo, no te será permitido dudar nunca, so pena de perder todo crédito. Si no afirmas que conoces la naturaleza de la enfermedad, que posees un remedio infalible para curarla, el vulgo irá a charlatanes que venden la mentira que necesita.
No cuentes con agradecimiento; cuando el enfermo sana, la curación es debida a su robustez; si muere, tú eres el que lo ha matado. Mientras está en peligro te trata como un dios, te suplica, te promete, te colma de halagos; no bien está en convalecencia, ya le estorbas, y cuando se trata de pagar los cuidados que le has prodigado, se enfada y te denigra.
Cuanto más egoístas son los hombres, más solicitud exigen del médico. Cuanto más codiciosos ellos, más desinteresado ha de ser él, y los mismos que se burlan de los dioses le confieren el sacerdocio para interesarlo al culto de su sacra persona. La ciudad confía en él para que remedie los daños que ella causa. No cuentes con que ese oficio tan penoso te haga rico; te lo he dicho: es un sacerdocio, y no sería decente que produjera ganancias como las que tiene un aceitero o el que vende lana. Te compadezco si sientes afán por la belleza; verás lo más feo y repugnante que hay en la especie humana; todos tus sentidos serán maltratados. Habrás de pegar tu oído contra el sudor de pechos sucios, respirar el olor de míseras viviendas, los perfumes harto subidos de las cortesanas, palpar tumores, curar llagas verdes de pus, fijar tu mirada y tu olfato en inmundicias, meter el dedo en muchos sitios. Cuántas veces, un día hermoso, lleno de sol y perfumado, o bien al salir del teatro, de una pieza de Sófocles, te llamarán para un hombre que, molestado por los dolores de vientre, pondrá ante tus ojos un bacín nauseabundo, diciéndote satisfecho: "Gracias a que he tenido la preocupación de no tirarlo". Recuerda, entonces, que habrá de parecer que te interese mucho aquella deyección. Hasta la belleza misma de las mujeres, consuelo del hombre, se desvanecerá para ti. Las verás por las mañanas desgreñadas, desencajadas, desprovistas de sus bellos colores y olvidando sobre los muebles parte de sus atractivos. Cesarán de ser diosas para convertirse en pobres seres afligidos de miserias sin gracia. Sentirás por ellas más compasión que deseos. ¡Cuántas veces te asustarás al ver un cocodrilo adormecido en el fondo de la fuente de los placeres!
Tu vida transcurrirá como la sombra de la muerte, entre el dolor de los cuerpos y de las almas, entre los duelos y la hipocresía que calcula a la cabecera de los agonizantes; la raza humana es un Prometeo desgarrado por los buitres.
Te verás solo en tus tristezas, solo en tus estudios, solo en medio del egoísmo humano. Ni siquiera encontrarás apoyo entre los médicos, que se hacen sorda guerra por interés o por orgullo. Únicamente la conciencia de aliviar males podrá sostenerte en tus fatigas. Piensa mientras estás a tiempo; pero si indiferente a la fortuna, a los placeres de la juventud; si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones; si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que te sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte; si ansías conocer al hombre, penetrar todo lo trágico de su destino, ¡hazte médico, hijo mío!

Esculapio:
Fue médico en Tesalía, no se sabe bien en que año, y fue deificado después de su muerte. Venerado en Atenas, Corinto y Pergano, Sitio donde nació Galeno. Sus hijas fueron Hygia de donde viene la palabra higiene, base de la salud y Panequia o panacea, de donde deriva lo farmacéutico, a partir del año 800 A.C. es venerado y su vara, La vara de Esculapio es el emblema de la medicina.



Hay médicos esclavos para los esclavos y médicos libres para los hombres libres. Los médicos de esclavos deambulan por la ciudad y esperan a los enfermos en las casas de salud. Jamás revelan a alguno de estos esclavos el motivo de cualquier enfermedad, ni permiten ser informados al respecto por el paciente. Tal médico prescribe enseguida a cada cual lo que le parece bien según su experiencia, lo hace en forma arbitraria, como un tirano, para luego correr presuroso a atender a otro esclavo enfermo.
Por el contrario, el médico libre se dedica al tratamiento de las enfermedades de la gente libre, que se empeña en explorar desde el fondo de su naturaleza, para lo cual interroga al respecto al paciente como también a sus amigos. En la medida que le es posible, instruye al enfermo mismo, y no toma sus disposiciones hasta no hacerle aceptar hasta cierto grado su punto de vista. Sólo entonces, trata de devolver con infatigable esfuerzo la salud al enfermo, apaciguado a través de la fuerza de su persuasión.”

Leyes Platón

Platón nace en el año 427 antes de Cristo


Llamado el Grande; Isla de Cos, actual Grecia, 460 a.C.-Larisa, id., 370 a.C.) Médico griego. Según la tradición, Hipócrates descendía de una estirpe de magos de la isla de Cos y estaba directamente emparentado con Esculapio, el dios griego de la medicina. Contemporáneo de Sócrates y Platón, éste lo cita en diversas ocasiones en sus obras. Al parecer, durante su juventud Hipócrates visitó Egipto, donde se familiarizó con los trabajos médicos que la tradición atribuye a Imhotep.
Aunque sin base cierta, se considera a Hipócrates autor de una especie de enciclopedia médica de la Antigüedad constituida por varias decenas de libros (entre 60 y 70). En sus textos, que en general se aceptan como pertenecientes a su escuela, se defiende la concepción de la enfermedad como la consecuencia de un desequilibrio entre los llamados humores líquidos del cuerpo, es decir, la sangre, la flema y la bilis amarilla o cólera y la bilis negra o melancolía, teoría que desarrollaría más tarde Galeno y que dominaría la medicina hasta la Ilustración.

Para luchar contra estas afecciones, el corpus hipocrático recurre al cauterio o bisturí, propone el empleo de plantas medicinales y recomienda aire puro y una alimentación sana y equilibrada. Entre las aportaciones de la medicina hipocrática destacan la consideración del cuerpo como un todo, el énfasis puesto en la realización de observaciones minuciosas de los síntomas y la toma en consideración del historial clínico de los enfermos.
En el campo de la ética de la profesión médica se le atribuye el célebre juramento que lleva su nombre, que se convertirá más adelante en una declaración deontológica tradicional en la práctica médica, que obliga a quien lo pronuncia, entre otras cosas, a «entrar en las casas con el único fin de cuidar y curar a los enfermos», «evitar toda sospecha de haber abusado de la confianza de los pacientes, en especial de las mujeres» y «mantener el secreto de lo que crea que debe mantenerse reservado».

Aunque inicialmente atribuida en su totalidad a Hipócrates, la llamada colección hipocrática es en realidad un conjunto de escritos de temática médica que exponen tendencias diversas, que en ciertos casos pueden incluso oponerse entre sí. Estos escritos datan, por regla general, del período comprendido entre los años 450 y 350 a.C., y constituyen la principal fuente a través de la cual es posible hoy hacerse una idea de las prácticas y concepciones médicas anteriores a la época alejandrina.
En esta colección, la llamada «Antigua medicina» es uno de los tratados más antiguos y más célebres y en él sugiere el autor, entre otras propuestas, investigar el origen del arte que practica, origen que halla en el deseo de ofrecer al ser humano un régimen de vida y, en especial, una forma de alimentación que se adapte de una manera completamente racional a la satisfacción de sus necesidades más inmediatas. Por este motivo, considera por ejemplo el aprendizaje de la correcta cocción de los alimentos como una primera manifestación de la búsqueda de una existencia mejor.
Por otro lado, los textos de la colección hipocrática demuestran sin lugar a dudas que la práctica de la observación precisa no era en el conjunto de la medicina griega una conquista de la época clásica, sino que más bien constituía una tradición sólidamente afianzada en el pasado y que a mediados del siglo V había alcanzado ya un notable nivel de desarrollo.

"La fiebre de la enfermedad la provoca el cuerpo propio, la del amor el cuerpo del otro."





          Tenía diecinueve años cuando nació mi hija Maryam. Recuerdo el árbol de caucho que se alzaba frondoso frente a mi cama en la sección de privados del hospital Bautista. Sus hojas lustrosas, como parpadeos verdes y violetas bajo el sol vespertino, se movían en la brisa haciéndome pensar en las orejas de un animal prehistórico. Cada vez que una contracción me retorcía de dolor trataba de relajarme contando hojas, respirando. Oponerle resistencia al dolor era contraproducente, decían. Quería ser estoica, un árbol soportando los embates del viento y la lluvia. Pero tras doce horas de labor de parto quería liberarme de mi cuerpo, abandonarlo, salir corriendo, no sufrir más. A pesar del dolor, me maravillaba el proceso, la Naturaleza hecha cargo como si ella y mi cuerpo hubiesen concertado un pacto y a mí no me quedara otro papel que el de observadora. El parto no requería mi intervención. Una sabiduría milenaria lo dirigía todo con precisión exacta: las aguas rompiéndose, las contracciones sucediéndose, acelerándose cada cinco, cada dos, cada minuto. Mi corazón era un tambor llevando el ritmo. No había escapatoria. Aquel mecanismo no se detendría hasta que el proceso culminara. Me entregué al doliente erotismo de aquella fuerza abriéndome por dentro.

Nada existía sino mi vientre pulsando.

Los doctores y enfermeras que, de tanto en tanto, venían a rondarme, hacían comentarios sobre lo joven que era. Yo, en cambio, me sentía antigua, parte del múltiple cuerpo femenino que compartía en este rito de pasaje el poder de las convulsiones violentas de las que emergieron el mar, los continentes, la Vida.

Aferrándome a pensamientos épicos, sobrellevé el dolor y las vergüenzas a que me sometieron en el hospital. Primero, la enfermera que me afeitó el vello púbico. No sólo me perturbó que una perfecta extraña se ocupara de la más secreta porción de mi anatomía, me dio terror. Su velocidad y determinación pasmosa me hicieron temer una clitoridectomía involuntaria. Me quedé tan quieta como pude, casi sin respirar, con los ojos cerrados. Después la misma enfermera me aplicó un enema haciéndome yacer de costado. Con la bata del hospital abierta por detrás y mi gran barriga, aquella carrera al baño casi acaba con mi dignidad. Cuando pensaba que cesaban mis vergüenzas, empezó una constante procesión de doctores que indagaban sobre el proceso de dilatación de mi cérvix. Uno a uno llegaban y sin más revisaban mis intimidades, asomándose entre mis piernas como si se tratara de un open house. Los médicos se referían al bebé como «el producto», como si yo fuera una máquina ensambladura a punto de escupir alguna herramienta de jardín.

Al fin llegó mi médico, el doctor Abaunza. Alto, de anchas espaldas y gruesos bigotes, con su bata blanca impecable, almidonada, y su sonrisa de tener todo bajo control. Era un Dios. Podía confiar en su voz sonora, sus manos fuertes. Sólo verlo me hacía sentir mejor. Mis padres, mi suegra y mi esposo se turnaban para estar a mi lado o hablaban en susurros con el doctor en el balcón. Sus voces como una cadencia distante me anclaban a una realidad que en la madrugada, cuando se acortó el intervalo entre las contracciones, pareció alejarse y ser parte de un mundo sin dolor al que yo jamás regresaría. Mi cuerpo de pronto se tornó en mi atacante: se contraía, se retorcía. Le rogué al doctor Abaunza que llamara al anestesiólogo. Ya no podía más.

Finalmente me llevaron al quirófano. Me pusieron la anestesia epidural que me adormeció de la cintura para abajo. Cuando llegó la hora de empujar, apele al instinto. No sentía nada. Sólo podía adivinarlas órdenes que enviaba a mis músculos. El anestesista -un hombre frágil y pequeño- se subió a unas graditas y con las manos me presionaba la barriga como para resucitarla. La escena me pareció tan ridícula que empecé a reír conteniendo el impulso de soltarme en carcajadas.

El doctor dijo «ya viene». Sentí algo acuático, un pez, deslizándose entre mis piernas. La sala de operaciones con sus luces de neón brillantes y blancas reflejándose en el cromo de los muebles, se transformó como por encanto. El hombrecito dejó de empujarme la barriga y se trasladó a mi extremo inferior a reunirse con el doctor y las enfermeras sonrientes cuyos movimientos adquirían un ritmo reposado y tranquilo.

-Es una niña. Perfecta- me dijo el doctor Abaunza, mientras el espacio se llenaba de los  gritos roncos de mi niña tomando su primera bocanada de aire.

Desde la lejanía que separaba mi cabeza de mis pies, la vi desnuda, cubierta de sebo blanco, moviendo sus piernas y bracitos, el pelo negro mojado, los ojos apretadamente cerrados. Me la mostraron. Abrí sus manos, conté los dedos de las manos y los pies. La revisé. La olfateé como cualquier animal huele a su cría. Me parecía imposible que hubiera salido de mí, de la oscuridad de mi interior.

Imaginé la luz roja encendiéndose afuera del quirófano. Una luz roja anunciaba niña; una azul, niño. Mis padres, mi suegra y mi marido estarían contentos. Todos deseábamos que mi primer bebé fuera una niña.

Orgullosa, cansada, temblaba como una hoja.

En la mañana, envuelta en una colcha como un purito, me llevaron a Maryam. La acomodé en mis brazos sobrecogida por su carita pequeña y arrugada, tan mía como si me acunara yo misma. La existencia de ese pequeño ser expandía mis límites llenándome de trascendencia cósmica. Di gracias a la vida por ser mujer y experimentar -igual que cualquier ser vivo, una yegua, una leona- el instinto primitivo de acoger esa criatura en el mundo, protegerla y amamantarla. Su fragilidad me abrió la ternura como una fuente que se derramara. El calor del vientre se trasladaba a mis brazos, a mi pecho. Era el amor.



"Lo que el corazón quiere, la mente se lo muestra"

Hasta ahora lo decían los iluminados, los meditadores y los sabios; ahora también lo dice la ciencia: son nuestros pensamientos los que en gran medida han creado y crean continuamente nuestro mundo.
“Hoy sabemos que la confianza en uno mismo, el entusiasmo y la ilusión tienen la capacidad de favorecer las funciones superiores del cerebro. La zona prefrontal del cerebro, el lugar donde tiene lugar el pensamiento más avanzado, donde se inventa nuestro futuro, donde valoramos alternativas y estrategias para solucionar los problemas y tomar decisiones, está tremendamente influida por el sistema límbico, que es nuestro cerebro emocional. Por eso, lo que el corazón quiere sentir, la mente se lo acaba mostrando”. Hay que entrenar esa mente.

Mario Alonso Puig, médico, docente tiene 48 años. Nació y vive en Madrid. Está casado y tiene tres niños: "Soy cirujano general y del aparato digestivo en el Hospital de Madrid. Hay que ejercitar y desarrollar la flexibilidad y la tolerancia. Se puede ser muy firme con las conductas y amable con las personas."



Más de 25 años ejerciendo de cirujano. ¿Conclusión?
-Puedo atestiguar que una persona ilusionada, comprometida y que confía en sí misma puede ir mucho más allá de lo que cabría esperar por su trayectoria.
¿Psiconeuroinmunobiología?
-Sí, es la ciencia que estudia la conexión que existe entre el pensamiento, la palabra, la mentalidad y la fisiología del ser humano. Una conexión que desafía el paradigma tradicional. El pensamiento y la palabra son una forma de energía vital que tiene la capacidad (y ha sido demostrado de forma sostenible) de interactuar con el organismo y producir cambios físicos muy profundos.
¿De qué se trata?
-Se ha demostrado en diversos estudios que un minuto entreteniendo un pensamiento negativo deja el sistema inmunitario en una situación delicada durante seis horas. El distrés, esa sensación de agobio permanente, produce cambios muy sorprendentes en el funcionamiento del cerebro y en la constelación hormonal.
¿Qué tipo de cambios?
-Tiene la capacidad de lesionar neuronas de la memoria y del aprendizaje localizadas en el hipocampo. Y afecta a nuestra capacidad intelectual porque deja sin riego sanguíneo aquellas zonas del cerebro más necesarias para tomar decisiones adecuadas.
¿Tenemos recursos para combatir al enemigo interior, o eso es cosa de sabios?
-Un valioso recurso contra la preocupación es llevar la atención a la respiración abdominal, que tiene por sí sola la capacidad de producir cambios en el cerebro. Favorece la secreción de hormonas como la serotonina y la endorfina y mejora la sintonía de ritmos cerebrales entre los dos hemisferios.
¿Cambiar la mente a través del cuerpo?
-Sí. Hay que sacar el foco de atención de esos pensamientos que nos están alterando, provocando desánimo, ira o preocupación, y que hacen que nuestras decisiones partan desde un punto de vista inadecuado. Es más inteligente, no más razonable, llevar el foco de atención a la respiración, que tiene la capacidad de serenar nuestro estado mental.
¿Dice que no hay que ser razonable?
-Siempre encontraremos razones para justificar nuestro mal humor, estrés o tristeza, y esa es una línea determinada de pensamiento. Pero cuando nos basamos en cómo queremos vivir, por ejemplo sin tristeza, aparece otra línea. Son más importantes el qué y el porqué que el cómo. Lo que el corazón quiere sentir, la mente se lo acaba mostrando.
Exagera
-Cuando nuestro cerebro da un significado a algo, nosotros lo vivimos como la absoluta realidad, sin ser conscientes de que sólo es una interpretación de la realidad.
Más recursos…
-La palabra es una forma de energía vital. Se ha podido fotografiar con tomografía de emisión de positrones cómo las personas que decidieron hablarse a sí mismas de una manera más positiva, específicamente personas con transtornos psiquiátricos, consiguieron remodelar físicamente su estructura cerebral, precisamente los circuitos que les generaban estas enfermedades.
¿Podemos cambiar nuestro cerebro con buenas palabras?
-Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina en 1906, dijo una frase tremendamente potente que en su momento pensamos que era metafórica. Ahora sabemos que es literal: “Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro”.
¿Seguro que no exagera?
-No. Según cómo nos hablamos a nosotros mismos moldeamos nuestras emociones, que cambian nuestras percepciones. La transformación del observador (nosotros) altera el proceso observado. No vemos el mundo que es, vemos el mundo que somos.
¿Hablamos de filosofía o de ciencia?
-Las palabras por sí solas activan los núcleos amigdalinos. Pueden activar, por ejemplo, los núcleos del miedo que transforman las hormonas y los procesos mentales. Científicos de Harward han demostrado que cuando la persona consigue reducir esa cacofonía interior y entrar en el silencio, las migrañas y el dolor coronario pueden reducirse un 80%.
¿Cuál es el efecto de las palabras no dichas?
-Solemos confundir nuestros puntos de vista con la verdad, y eso se transmite: la percepción va más allá de la razón. Según estudios de Albert Merhabian, de la Universidad de California (UCLA), el 93% del impacto de una comunicación va por debajo de la conciencia.
¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?
-El miedo nos impide salir de la zona de confort, tendemos a la seguridad de lo conocido, y esa actitud nos impide realizarnos. Para crecer hay que salir de esa zona.
La mayor parte de los actos de nuestra vida se rigen por el inconsciente.
-Reaccionamos según unos automatismos que hemos ido incorporando. Pensamos que la espontaneidad es un valor; pero para que haya espontaneidad primero ha de haber preparación, sino sólo hay automatismos. Cada vez estoy más convencido del poder que tiene el entrenamiento de la mente.
Deme alguna pista.
-Cambie hábitos de pensamiento y entrene su integridad honrando su propia palabra. Cuando decimos “voy a hacer esto” y no lo hacemos alteramos físicamente nuestro cerebro. El mayor potencial es la conciencia.
Ver lo que hay y aceptarlo.
-Si nos aceptamos por lo que somos y por lo que no somos, podemos cambiar. Lo que se resiste persiste. La aceptación es el núcleo de la transformación.

 La Vanguardia Digital”,  España.
http://www.marioalonsopuig.com

Sin fe en uno mismo hay temor,
El temor produce violencia,
La violencia produce destrucción,
Por eso, la fe interna supera la destrucción.


“Se el cambio que deseas ver en el mundo” Mahatma Gandhi

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